'El día en el que lo iban a matar,
Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el
buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un
bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un
instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por
completo salpicado de cagada de pájaros'[...], pues nada había
cambiado en esa celda en la que hace varios meses vivía compartiendo
cama con ratas, cucarachas y alguna que otra culebra. Desde esa
celda, cerrada a cal y canto por dos hermanos, fue desde donde vio
por ultima vez a su enamorada. Ella le entregó una pluma y un
tintero para poder escribir cartas de amor y sentir como que Santigo,
aun no se fue, pero los carceleros le quitaron el papel en un acto de
maldad y ella, dicen, murió de pena sin saber que Santiago, sin
darse por vencido, empezó a gastar su tinta en el suelo, escribiendo
todos sus pensares y sentimientos arrodillado, sollado de codos y
rodillas. Hoy en día, aun puede verse sus ultimas palabras escritas
desde la cama, para no ensuciar aquella improvisada obra de arte.
Aquellas ultimas palabras son justo, las mismas que dijo instantes
antes de ser apresado: “Ya vienen por mí”. Esas palabras
emborronadas y prácticamente debajo de la cama son, las que aquella
mañana despidieron la vida de Santigo Nasar.
El borrón de las letras hace cadena
con huellas que dirigen hacia la puerta de la celda y que continúan
a lo largo del pasillo ya acompañados del sonido de unos grilletes.
Los demás presos agachan la cabeza a su paso, como si de un rey se
tratase, como si su lealtad fuera demostrada, y lo es, con ese gesto.
“¡Santiago!” - Le grita
desde el fondo un preso - “¡Se fuerte!”
Parado, a punto de subir las escaleras,
le contesta: - “Hermano, ¿tu también por estos lares? ¿No te
dije que no te arrimaras a las mujeres de aquella taberna?” -
con el humor con el que estaba identificado. Todos los presos
soltaron una pequeña mueca y los menos, empezaron a vitorearle, con
lo que los demás se animaron e hicieron lo propio. Todos, menos
quien le gritó, su hermano Juan, quien sabe que Santiago se
encuentra en su posición, por culpa de Ángela Vicario, la amada de
este pero a la vez prometida de Bayardo San Roman. Los soldados se
enfadan y lo empujan hacia la salida, con grilletes, lanzas
apuntándolo e incluso algún escupitajo acompañado de insultos.
Nasar, después de varios escalones
tropezando y cayendo al suelo seco y arenoso de la calle, se ciega
por fin de la luz del sol. Adivina que será mas o menos la hora del
almuerzo. Recuerda los almuerzos en casa de su madre, sentado en un
pequeño poyete que todas las casas del pueblo tenían a la entrada.
Dando mordiscos al chorizo y a una rebana de pan, normalmente de hace
lo menos dos días.
Es un pueblo portuario y “me
pasean por el paseo marítimo para vergüenza de mi familia y de mis
paisanos”, se queja mientras a su paso, el buque del obispo
ocupa todo el puerto. Desde él, subido a un cajón de madera de
estos en los que transportan la fruta, puesto es menguado, divisa
todo como si de Cristo en su pasión se tratase y él, Sanedrín se
titulase.
Llegando casi a la plaza, a tan solo
150 varas de donde le hicieron preso y a dos esquinas del callejón
en donde le encerraron, hacen una parada. Santiago, cae rendido, pues
apenas ha comido en quince días, y el sol de esta época está
quemando sus fuerzas. Las ultimas fuerzas que le quedan son para
contestar a un noble, que desde el carruaje pregunta a los soldados a donde llevan al preso, a lo que él mismo responde: “Voy a mi
casa, señor. Me castigaron durante meses por amar a quien no debía
y no les bastó, por lo tanto, mi madre me juzgará ahora”. El
noble, era conocido por su gentileza y, extrañado ordenó que lo
subieran al carruaje en donde, sin permiso, Santiago Nasar, se sirvió
una copa de vino y se dispuso a comer unos frutos secos que ahí se
encontraban como si lo hubiesen preparado para él, justo a su gusto.
Vino blanco semidulce de uvas de la vieja castilla, de barricas de
roble de la sierra toledana, y embotellado en el delicado cristal de
La Granja que tanto gustaba a los de palacio.
“Come muchacho,
posiblemente sea la ultima vez” - Le comenta el dichoso,
mientras Santiago, desesperado e ilusionado levanta la tapa plateada
de un plato rebosante de carne de cordero, perdiz, conejo y patatas,
todo aliñado con especias árabes que últimamente se han puesto de
moda en las cocinas de la clase alta. Alcanza a ver algo de carne que
parece ser Faisán, pero sus ojos, por culpa de su bajo estatus,
nunca han alcanzado a ver ese animal en un plato, que por su tamaño,
bien podría ser un gran gallo o bien un pequeño pavo. Pero no, a el
le gusta pensar, que es Faisán. Todo el plato reluce como si
estuviera cubierto por oro y miel y ciertamente, bien podría ser. Pero antes de abalanzarse sobre él, mira a su señor con acierto
preguntón a lo que el noble accede de nuevo y con un gesto de
compasión, coge un tenedor con dos dedos, levantando siempre el
meñique en señal de nobleza y escoge entre varios deliciosos trozos
de carne, apartando lo que a él no le apetece, y se lo come
delicadamente demostrando que no está envenenado. Santiago, se lanza
sin mediar palabra y el noble ordena que el carruaje avance.
Un rato después, cuando Nasar ya solo
sostiene la copa de vino, harto y con las manos sucias de comida
hasta prácticamente el codo, el noble le intenta hacer una
entrevista sobre su persona, a lo que el aun preso, pues los soldados
no se han retirado de él mas de 5 metros, no contesta a sus
preguntas pero le pide que lo baje, pues están a punto de llegar a
su casa y no quiere que su madre lo vea en esas galas. Omite su mala
educación, y con un gesto cabreado ordena parar los caballos y
mientras Santiago baja, le da unas monedas a uno de los soldados y
les dice aun cabreado- “Tratarle bien”
Santiago Nasar, primer hijo de Ibrahim
Nasar, preso por robar la virginidad a Ángela Vicario, se presenta
ante su vieja casa en donde ya su madre aguarda, disgustada por la
pena que desde hace días frente a su puerta puede verse. Se trata de
una horca de madera con tallado liso en donde según sus palabras,
colgarán a su propio hijo. Cien veces a imaginado esa horca, como si
un nogal con columpio fuese, en donde sus hijos de jóvenes jugaban
subiendo y bajando desde lo mas alto. Ella, ha sido siempre la juez
que dictaba sentencia ante una pelea y ahora, es quien tiene la
palabra para culparlo, quizá, por ultima vez.
“Si la culpa es
amar y ser amado, colgarlo”.
Y así, con esas
palabras, Santiago sonríe a su madre por ultima vez, quien solo
dice, lo que su hijo siente. Se gira y mirando el cielo da un
suspiro. Camina solo hacia su castigo y él mismo, aun con grilletes,
se coloca el nudo. “Estoy listo” dice, y uno de los guardias se
acerca a él, lo mira y pone el pie sobre el pequeño barril en el
que Nasar esta subido. Santiago sonríe, está feliz, como si de un
retrato se tratase el momento. Pero de pronto, le cae la sonrisa. A visto
a alguien revolotear entre la multitud que allí se aglomera, pues
toda la historia ha creado un buen revuelo. Alguien que lo puede
salvar y que desea ver con todas sus fuerzas...
...Alguien, que sin
él saberlo, le ha delatado y le ha culpado.
...Alguien, que lo
acaba de ahorcar.
El soldado vuelca
el barril y Santiago Nasar cuelga del cuello, sonriendo.
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Versión de Ángel Callito en relato corto con
introducción, de la historia de Gabriel García Marquez; Crónica De Una Muerte Anunciada.